Realizada la operación, tomaron rumbo a Cabrales, con la intención de pasar posteriormente a Liébana. Como era habitual, los desplazamientos se realizaban por la noche, para evitar ser localizados. Esa vez se tropezaron con una patrulla de la Guardia Civil y José Marcos Campillo nos lo contaba así:
« Al asomarnos en una curva cerrada, oímos el ruido de las hojas, que hay muchos castaños y era otoño. Dije yo: –“Cuidado que se han movido las hojas”. No sé quién dijo: –“Seguramente son yeguas”. –“No, que ya han bajado los ganados de los puertos –en eso nos preparamos, yo cargué el cerrojo–. Vamos a ponernos un poco para atrás a observar”. Gildo estaba al lado mío, casi no me dio tiempo, enfocó la linterna. Estarían sentados y al oírnos se habrían escondido detrás de los árboles. Estaban cerca, y nada más enfocarles empezaron a tirar ráfagas. Me tiré al suelo, y empecé a tiros. No veía a los otros. Veía que salían tiros al lado, pero no me daba cuenta. En el último tiro de fusil, oigo una voz junto a mí: –“Me han matado”. Era Guerrero. Los otros, como era pendiente, se fueron corriendo y la Guardia Civil no se dio cuenta; y nosotros que estábamos al lado tampoco nos dimos cuenta que se habían marchado. –“Me cagüen Dios, nos hemos quedado solos”.
Le cogí por la mano, y cuando iba por el monte le cargaba a cuestas, que ya no podíamos ir por camino, y cuando entrábamos en algún prado le llevaba de la mano, así hasta que llegué a Cabrales, bueno un poco más arriba, entre Poo y Cabrales, donde habíamos dejado a Pin. –“Te dejo que voy a buscar a Pin, para marcharnos a Liébana y a decir al enlace, a ver si mañana compra en la farmacia algo para curarte; y que nos iremos a curar a tal sitio”. A una casa que está sola, un poco retirada del pueblo y que eran familia. Así lo hice: deje a Guerrero en una finca, me acerqué a la casa y se lo dije: –“Pasó esto, así que venga, prepara el macuto que nos vamos”. A los de la casa les indiqué que se acercaran a una farmacia de confianza a comprar medicinas y que las llevara a otra casa. No es que en la farmacia supieran de nosotros, pero aunque lo sospecharan no dirían nada. Salimos y nos quedamos allí en un bosque, y a la noche siguiente bajamos a la casa donde habíamos quedado con la enlace. La una salía al encuentro de la otra como si fuera un recado. Una casa está en la punta del pueblo y ésta en la carretera, que es donde estaba Pin. Cuando estás en casa no metes ruido, estás en una habitación. Llegamos, comimos algo, me parece que no comí nada, por la paliza que me había pegado. Allí le curé yo, me empezó ayudando el dueño, no es fácil de cortar estas cosas. El hombre se desmayaba, me dijo que no podía ver aquello. Le digo a Pin: –“Coge la linterna. Alumbra aquí”. Yo cortaba y le iba limpiando, hasta que le fui cortando todo en tiras. ¡Me cagüen Dios, y que le pasa igual!, digo: –“Estoy arreglado con vosotros”. Tuve que coger la linterna con los dientes y era redonda de estas grandes, de aquélla tenía buena dentadura. Y le operé, lavarle y cortar. Después se venda y ¡hale!, entonces marchamos…”
El testimonio de Campillo esta extraído de las páginas 230 a 232 del libro: “Del mito a la historia. Guerrilleros, maquis y huidos en los montes de Cantabria”; que publicamos en el 2008.